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Celebrar la Navidad de Greccio (1223-2023)

Tomás de Celano, al presentar la historia de la celebración de la Navidad en Greccio, se refiere a las motivaciones que llevaron a Francisco de Asís a preparar el Belén (nacimiento) y celebrar la Eucaristía en una gruta. El Poverello se detiene en Greccio porque quiere contemplar la concreción de la Encarnación, es decir, la sencillez, la pobreza y la humildad del Hijo de Dios «que se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor» (1 Celano 87). Esta misma dinámica la encontramos en la contemplación de la Eucaristía: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote» (Admoniciones 1, 16-18). 

Celebrar el centenario de la Navidad de Greccio como Familia Franciscana, es una invitación a detenerse ante el misterio de la Encarnación para contemplar la grandeza del amor divino por la humanidad. El Hijo de Dios se hace también Hijo del hombre, se hace uno de nosotros, nuestro hermano (cf. Carta a los fieles, 2ª redacción 56). Nuestra fe en la Encarnación nos impulsa a descubrir las semillas del Verbo (semina Verbi) presentes en todas las culturas y en la sociedad contemporánea, para que florezcan las semillas de humanidad que allí se encuentran. Además, nos insta no sólo a defender la vida, sino también a convertirnos en instrumentos de vida y humanidad en nuestras familias y fraternidades, para llegar hasta aquellos que ya nadie considera humanos, sino sólo descartables de la sociedad. La concreción con la que Francisco de Asís celebró el misterio de la Encarnación en Greccio nos invita a recuperar la conciencia de que «somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» (Evangelii gaudium 264).

El día de Navidad, el Poverello rezaba así con sus hermanos: «Éste es el día que hizo el Señor, exultemos y alegrémonos en él. Porque el santísimo Niño amado nos ha sido dado, y nació por nosotros de camino y fue puesto en un pesebre, porque no había lugar en la posada» (Oficio de la Pasión XV, 6-7). Recordar el centenario del belén de Greccio nos invita a reflexionar no sólo sobre el lugar que ocupa Jesús en nuestro corazón, sino también sobre si en él tienen cabida aquellos con los que quiso identificarse: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Cristo Jesús, con su Encarnación, eliminó todas las distancias que lo separaban de la humanidad y nos llama a hacer lo mismo, es decir, a hacernos cercanos, próximos, a nuestros hermanos para acogerlos, para tocarlos con misericordia, como nos recuerda el Magisterio de la Iglesia: «San Francisco realizó una gran obra de evangelización con la simplicidad de aquel signo […] De modo particular, el pesebre es desde su origen franciscano una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados» (Admirabile signum 3).

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