En mis visitas a hermanos en diferentes partes del mundo, estoy comprobando con mis propias manos cómo muchas de nuestras entidades reúnen a hermanos que proceden de diferentes culturas, lenguas, pueblos, etnias. A menudo, en sus respectivos países, estas diferencias son fuente de conflictos muy fuertes para los pueblos, que en algunos casos llegan incluso a la violencia.
Este mosaico de "gentes de toda tribu, lengua, pueblo y nación" (Ap 5,9) nos ofrece la oportunidad de un testimonio profético del Evangelio, que se dirige a todos los pueblos, sin exclusión.
La Orden en su historia misionera no ha formado entidades en función de la pertenencia étnica o tribal, aun a costa de tener menos vocaciones por este motivo. Por lo tanto, la internacionalidad y la interculturalidad han sido una característica nuestra desde el principio y necesitamos valorarlas y aprender a practicarlas de nuevo.
Hay aquí una llamada a "ensanchar el espacio de nuestra tienda", convirtiéndonos en una fraternidad cada vez más hospitalaria.
La vida según el Evangelio es lo que nos une como hermanos y menores y nos permite vivir en comunión con tantos.
El Espíritu del Señor hace crecer nuestra unidad a través de las muchas diferencias que nos caracterizan: ¡de Babel a Pentecostés!
Cruzar fronteras y barreras ha sido el camino de nuestro Hermano Francisco, desde los leprosos a los infieles, desde los pecadores a los más alejados. En un mundo en el que tantos emigran y cruzan barreras y muchos otros se encierran en ellas, podemos convertirnos en signo de una fraternidad evangélica que abre puertas, en la que todos pueden sentirse en casa, donde el Espíritu crea sin cesar una nueva realidad de comunión.
El Sínodo que se aproxima es una oportunidad para crecer en esta sensibilidad si, al mismo tiempo que escuchamos voces diferentes, estamos dispuestos a aprender de los demás y no sólo a enseñar. Aportaremos así nuestra contribución a la Iglesia, peregrina entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
